De Uribe a Petro: Los encuadres de criminalización de la protesta que persisten en Colombia

Linea Formación, Género y luchas populares

Un análisis sobre la continuidad de los encuadres discursivos contra el movimiento social en los últimos 20 años, desde la Teoría del Framing y el Análisis Crítico del Discurso.

 

 

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Por Desborde, Observatorio de Medios y Conflictos.- 

La historia no se repite, pero los discursos riman

El 15 de octubre de 2025, el ministro del Interior, Armando Benedetti, pronunció unas palabras que podrían haber salido de la boca de cualquier funcionario de los últimos 20 años: «Esas protestas están raras, es obvio que hay estructuras criminales detrás de esas protestas».

Lo grave no se limita a que un ministro del Interior del gobierno que se considera más progresista en la historia reciente de Colombia use este lenguaje. Lo verdaderamente preocupante es que estas palabras, repetidas una y otra vez durante dos décadas, allanaron el camino para miles de asesinatos políticos, persecuciones judiciales y actos de represión violenta contra la protesta a lo largo de más de cinco periodos de gobierno.

Este artículo examina, desde el análisis crítico del discurso y la teoría del framing, cómo los mismos encuadres de criminalización de la protesta se mantienen intactos desde el gobierno de Álvaro Uribe (2002-2010) hasta el actual gobierno de Gustavo Petro (2022-presente).

El análisis revela la implementación de una doctrina y una política de Estado características del régimen político colombiano, común en las diversas fuerzas políticas que han llegado al poder.

El poder del encuadre: Cuando las palabras construyen enemigos

Robert Entman (1993) enseñó que encuadrar consiste en «seleccionar algunos aspectos de la realidad percibida y hacerlos más salientes en un texto comunicativo, de modo que se promueva una definición particular del problema, una interpretación causal, una evaluación moral o una recomendación de tratamiento». En Colombia, los gobiernos han perfeccionado el arte de encuadrar la protesta social como una amenaza, no como un derecho.

Al analizar de manera sistemática las declaraciones oficiales entre 2000 y 2025, identificamos cuatro formas recurrentes de interpretar la protesta social.

Estas formas han transformado la manera en que se presenta la protesta, pues la convirtieron de un ejercicio democrático en un problema de seguridad nacional.

Estos encuadres no son casuales: responden a lo que Van Dijk (2003) denomina el «cuadrado ideológico», donde se enfatizan los aspectos negativos del «otro» (los manifestantes) y los positivos del «nosotros» (el gobierno).

Cuatro encuadres de criminalización

 

1. «Detrás de toda protesta hay guerrilla»: El encuadre de infiltración

La negación de la autonomía política de los movimientos sociales tiene una larga historia. Álvaro Uribe sentó las bases cuando, en 2007, afirmó que los estudiantes que protestaban eran «idiotas útiles del terrorismo» (El Tiempo, 2007). No se trataba de una retórica vacía: bajo esta lógica, su gobierno implementó las Zonas de Rehabilitación y Consolidación y militarizó territorios enteros donde había protesta social.

Catorce años después, en pleno estallido social de 2021, el ministro de Defensa Diego Molano repitió el mismo libreto: «Hemos identificado que detrás del paro hay grupos criminales organizados» (El Espectador, 2021). Las consecuencias fueron devastadoras: más de 80 manifestantes muertos, un número indeterminado de desaparecidos y 3.789 casos de violencia policial documentados por organizaciones de derechos humanos (Temblores ONG & Indepaz, 2021).

Lo sorprendente —y trágico— es escuchar al presidente Gustavo Petro, quien llegó al poder tras criticar esta criminalización, afirmar en marzo de 2025 que «las organizaciones sociales del Catatumbo están subordinadas por las armas» (Blu Radio, 2025). Las mismas organizaciones sociales denunciaron y evidenciaron esta violenta contradicción. La Asociación Campesina del Catatumbo (ASCAMCAT) respondió: «El Gobierno nos estigmatiza de la misma forma como lo han hecho otros gobiernos» (ASCAMCAT, 2025).

2. «Vándalos, no manifestantes»: El encuadre de destrucción

Este marco reduce sistemáticamente las complejas demandas sociales —desigualdad, exclusión, violencia estatal— a imágenes de vidrios rotos y grafitis. Opera mediante una metonimia perversa donde los actos aislados de violencia definen la totalidad del movimiento social.

Juan Manuel Santos lo expresó con claridad durante el paro agrario de 2013: «No podemos permitir que el vandalismo se disfrace de protesta legítima» (Presidencia de la República, 2013). Fue el mismo presidente que primero negó la existencia del paro («el tal paro nacional no existe») y luego, cuando no pudo negarlo más, lo redujo a vandalismo.

Iván Duque perfeccionó esta estrategia durante 2021. Cada boletín del Ministerio de Defensa iniciaba con el conteo obsesivo de «actos vandálicos» —1.346 casos reportados—, mientras ignoraba las razones de la protesta: reforma tributaria regresiva, crisis sanitaria, brutalidad policial y pobreza estructural, entre otras.

El alcalde de Bogotá, Carlos Fernando Galán, mantiene vivo este encuadre en octubre de 2025: «Un hecho de violencia puede ser coger un bus de TransMilenio para vandalizarlo… Eso pone en peligro y genera miedo y terror en los ciudadanos» (W Radio, 2025). La ecuación es sencilla y efectiva: protesta = vandalismo = terrorismo.

3. «No son verdaderos movimientos»: El encuadre de ilegitimidad

Este marco opera al establecer una distinción arbitraria entre protestas «legítimas» e «ilegítimas», donde curiosamente solo las que no cuestionan al gobierno de turno califican como legítimas.

Nancy Patricia Gutiérrez, ministra del Interior de Duque, lo ejemplificó durante la minga indígena de 2019: estableció una diferencia entre «verdaderos indígenas» y «vándalos disfrazados de indígenas» (Revista Semana, 2019). El mensaje era claro: el gobierno decide quién es un «verdadero» manifestante.

Armando Benedetti reprodujo exactamente este patrón en octubre de 2025 cuando afirmó que los manifestantes del Congreso de los Pueblos «no venían a negociar, venían a calentar el ambiente» y que “es obvio que hay estructuras criminales detrás de esas protestas” (RCN Radio, 2025). La Defensoría del Pueblo tuvo que recordarle que «no es obvio que haya estructuras criminales detrás de las protestas» y que «la protesta social es un derecho» (Defensoría del Pueblo, 2025).

4. «Es un problema de orden público»: El encuadre securitista

Este es quizás el marco más peligroso porque transforma demandas políticas y sociales en problemas de seguridad que requieren una respuesta policial o militar, y no el diálogo político. Convierte a los ciudadanos en enemigos internos.

Uribe institucionalizó este enfoque con la Doctrina de Seguridad Democrática. Duque lo llevó al extremo con el Decreto 575 de 2021, que autorizó la «asistencia militar» para enfrentar las protestas (Decreto 575, 2021). El resultado fueron masacres como la de Siloé en Cali, donde 13 personas murieron en una sola noche.

Aunque Petro prometió transformar el ESMAD en una «fuerza para el diálogo», en abril de 2025 esta unidad operó contra comunidades indígenas del Cauca y usó los mismos métodos de siempre (ONIC, 2025). Con la estructura de represión intacta y el mismo discurso criminalizador, la ecuación de represión aún se reproduce.

La traición de las palabras: El progresismo criminalizador

La paradoja más dolorosa de esta realidad es observar cómo el gobierno de Gustavo Petro, que construyó su legitimidad política desde la crítica a la criminalización de la protesta, reproduce los mismos marcos discursivos que denunció durante décadas.

Petro, quien como senador denunció incansablemente la estigmatización de los movimientos sociales, ahora desde la Casa de Nariño califica a estas organizaciones como «permeadas por las armas, subordinadas por las armas». Con esto, les da la razón a sus contradictores políticos y prepara el terreno para la represión estatal y paraestatal en todo el país.

Asimismo, cuando Benedetti, su ministro del Interior, señaló al personero de Ocaña al decir que «quien diga lo contrario [sobre la efectividad de los decretos de conmoción] es sospechoso de estar ayudando a la insurgencia» (La Opinión, 2025), no solo reproduce el discurso uribista, sino que lo hace con la misma virulencia. Jorge Bohórquez, el personero señalado, expresó el peligro con claridad: «Sus señalamientos son infundados y peligrosos, ponen en riesgo mi vida en un territorio como el Catatumbo» (Bohórquez, 2025).

El costo en vidas de las mismas palabras

Los encuadres de criminalización no son ejercicios retóricos inocuos. Tienen consecuencias medibles en vidas humanas. Cuando un gobierno califica sistemáticamente a los manifestantes como «terroristas», «vándalos» o «infiltrados», autoriza implícitamente su eliminación.

Los datos son contundentes:

Durante el gobierno Uribe (2002-2010): más de 3.000 sindicalistas asesinados (ENS, 2010).
Durante el gobierno Santos (2010-2018): 311 líderes sociales asesinados (Somos Defensores, 2018).
Durante el gobierno Duque (2018-2022): 930 líderes sociales asesinados, incluidos 80 manifestantes en el estallido social de 2021 (Indepaz, 2022).
Durante el gobierno Petro (2022-2025): 157 líderes asesinados solo en 2024, apenas un 7 % menos que el año anterior (Somos Defensores, 2025).

La ONU tuvo que recordarle al gobierno Petro —al gobierno «progresista»— que «la protesta pacífica es un derecho humano fundamental» y que «las protestas pacíficas no pueden considerarse violentas por perturbar el tránsito» (OACNUDH Colombia, 2025). Que organismos internacionales deban hacer estos recordatorios básicos evidencia la profundidad del problema.

Conclusión: Palabras y contradicciones que matan

La evidencia es contundente: de Uribe a Petro, los mismos encuadres discursivos se repiten con variaciones mínimas y cumplen la misma función: deslegitimar la protesta social, justificar la represión y mantener el statu quo.

La continuidad de estos marcos revela algo más profundo que simples coincidencias retóricas. Expone una estructura de poder que trasciende las ideologías partidistas y una incapacidad sistémica del Estado colombiano para procesar el conflicto social por vías democráticas.

Cuando incluso un gobierno que se autodenomina progresista reproduce estos marcos, queda claro que el problema no es solo de voluntad política, sino de una estructura aparentemente inamovible.

La contradicción del gobierno Petro es especialmente grave porque normaliza estos marcos desde el progresismo y legitima retrospectivamente décadas de criminalización.

El actual ministro del Interior, Armando Benedetti, es uno de los que más ha reproducido de manera cruda estos encuadres, y para nadie es un secreto que es un “protegido político” del presidente Gustavo Petro.

Esto exacerba las contradicciones al interior del mismo gobierno, pues provoca el rechazo de algunos parlamentarios de la bancada de gobierno y de funcionarios de nivel medio.

Preguntas pendientes

Las preguntas que quedan en el aire son: si hasta la “izquierda” en el poder criminaliza la protesta, ¿qué esperanza queda para los movimientos sociales? ¿Qué tan progresista en materia de derechos humanos y seguridad es el “Gobierno Progresista”?

Desmontar estos encuadres requiere más que cambios cosméticos en el discurso. Exige transformar las estructuras que los reproducen: el aparato judicial que procesa la protesta como terrorismo (1.400 jóvenes de 2021 siguen presos), las fuerzas de seguridad entrenadas para ver a los manifestantes como enemigos (el ESMAD, con otro nombre, aún opera) y los medios de comunicación que privilegian el orden sobre los derechos.

Mientras estos marcos persistan, Colombia seguirá pagando el precio en vidas humanas y en la continuidad de un conflicto social y armado de décadas. Las palabras que criminalizan son las mismas palabras que matan. Matarán hasta que, como sociedad, decidamos cambiar no solo los gobiernos, sino las estructuras discursivas desde las cuales leemos y respondemos a la protesta social.

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