Por: Javier Ortiz Cassiani
L a imagen de los cuerpos de los presos ardiendo en llamas en la cárcel Modelo de Barranquilla es apenas una ligera aproximación al infierno que son los penales en Colombia. Lo que pasó fue mucho más que un enfrentamiento entre bandas de internos cobrando cuentas por denuncias de caletas de droga. Quedarnos con esa reflexión es reducir a la mínima expresión aquella realidad que ha sido tan denunciada como ignorada por el Estado.
Las condiciones de las cárceles apenas son evidenciadas por los medios, sin que realmente le importe a nadie. Son presos, y pobres, doble categoría para ser ignorados. Los ricos, los poderosos, los comandantes paramilitares, los políticos corruptos, todos, gozan de privilegios que, guardadas las proporciones, recuerdan la división de clases de la vida fuera del penal. Adentro se reproducen las mismas lógicas. Los derechos humanos en Colombia parecen tener estrato, como cualquier servicio público. Se paga más por el privilegio de recibir un mejor servicio.
Uno podría pensar que los presos son olvidados por ser presos, pero en realidad son olvidados por ser presos pobres. Las condiciones carcelarias de las élites permiten dedicarse a la jardinería, como lo documenta el mismo video del Inpec sobre el pabellón de los parapolíticos de La Picota.
Los testimonios de Salvador Arana, exgobernador de Sucre, llamado “el gobernador de la muerte”; de Ramón Ballesteros, abogado de parapolíticos; y Guillermo Valencia Cossio, director de la Fiscalía de Medellín que favoreció a alias El Indio, hombre de confianza de Don Mario, muestran cómo dedican su tiempo a una granja. Arana acaricia apaciblemente a una gallina mientras cuenta cómo la alimenta. A la gallina parece irle mejor que al alcalde de El Roble (Sucre), secuestrado, torturado y asesinado, y por cuyo homicidio se condenó al exgobernador.
Entonces no importa qué tan grave es el delito, y en ese sentido es más perversa que la imagen del infierno, en el que los condenados sufren de acuerdo a sus retorcidos pecados. En las cárceles colombianas los privilegios vienen con la fortuna y el poder, sin importar los horribles crímenes que se hayan cometido. Cuando los presos de La Modelo gritaban mientras sus cuerpos se quemaban, no pagaban sus culpas, pagaban su pobreza.
En la cárcel San Sebastián de Ternera, de Cartagena, hay otros gritos. Nadie los oye aún. El Comité de Derechos Humanos de los reclusos de este penal clama ayuda, pero poco o nada pasa. Se conocen denuncias de torturas, de bolsas de plástico en la cara para producir asfixia, y choques eléctricos ejecutados por los mismos guardias. La Personería Distrital ya se ha referido públicamente a estos hechos, pero nadie sabe quién llora esta noche en el penal, ni cuánto les cuesta la valentía de denunciar.
Al parecer la situación se agravó a partir del mes de julio de 2013, como represalia a una protesta que algunos presos lideraron en el patio 6. Las graves violaciones a los derechos humanos dentro de la cárcel de Ternera es de conocimiento público, y especialmente conocidas por la directora Claudia Alejandra Suárez, sin embargo, la situación permanece. Los torturados seguramente son pobres y no son apellido Nule, Moreno, García, Arana ni Valencia Cossio. Sus dolores no parecen importarle a nadie.
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